Dossiê Temático: LEC-UFF - Classical Studies Seminar & Lecture Series
Cuerpo y corporeidad en la tragedia griega: Hipólito de Eurípides
Body and bodiliness in Greek tragedy: Hippolytus by Euripides
Cuerpo y corporeidad en la tragedia griega: Hipólito de Eurípides
Classica - Revista Brasileira de Estudos Clássicos, vol. 36, pp. 1-15, 2023
Sociedade Brasileira de Estudos Clássicos
Recepción: 19 Agosto 2023
Aprobación: 30 Agosto 2023
Resumen: Partiendo de una serie de consideraciones respecto de la centralidad del cuerpo y la corporeidad en la tragedia griega, el presente trabajo focaliza la tragedia Hipólito de Eurípides. El análisis de estos tópicos en la obra muestra que Eurípides otorga protagonismo al cuerpo femenino, presentando a Fedra de una manera novedosa y disruptiva, no solo en el sufrimiento, sino asimismo en la muerte.
Palabras clave: tragedia, cuerpo, corporeidad, Eurípides.
Abstract: Starting from considerations about the centrality of the body and corporeity in Greek tragedy, this paper focuses on Euripides’ tragedy Hippolytus. The analysis of these topics in the play shows that Euripides gives prominence to the female body, presenting Phaedra in a new and disruptive way, not only in suffering, but also in her death.
Keywords: tragedy, body, corporeity, Euripides.
Theater is an art of bodies witnessed by bodies.
Simon Shepherd
Como induce a concluir la cita extraída de Theatre, body and pleasure (Shepherd, 2006, p. 73), el teatro es la más corpórea de las artes. Aun géneros fuertemente convencionales, como la tragedia antigua, refuerzan el valor de esta afirmación al llamar de modo constante la atención sobre el proceso de “ver cuerpos”: cuerpos que sufren, cuerpos lacerados o muertos. En efecto, en el drama, aun cuando el acto violento en sí permanezca fuera de escena, el cadáver, la víctima trágica mutilada o muerta, suele comparecer con posterioridad como prueba evidente e irrefutable – prueba “espectacular” – de aquello que ha sucedido: el Edipo ciego que asoma a las puertas del palacio con sus pupilas ensangrentadas en Edipo rey de Sófocles, o el Heracles euripideo, al que vemos recuperarse de su manía rodeado de su familia asesinada en Heracles, y el mismo Neoptólemo, cuya presencia solo se materializa con su ingreso ya muerto en el éxodo de Andrómaca, son apenas algunos ejemplos palmarios de ello. No sin acierto, entonces, el género ha ido caracterizado como “the misadventure of the human body”.1 Y es que el cuerpo que atestigua la tragedia está siempre atravesado por esa condición de precariedad, por ese ser para el dolor, la enfermedad y la muerte que lo fuerza a devenir espectáculo. Cierto es que los cuerpos se definen en su especificidad cultural, pero lo que la tragedia viene a poner en evidencia es que, como quiera se conciban en esta especificidad, los cuerpos que expone el drama son trágicos en su temporalidad y sus limitaciones.2
Un corolario que se sigue de ello es que la tragedia fue el género que “inventó” la enfermedad y la locura de los héroes: Orestes, Áyax, Edipo, Heracles, Penteo, Casandra o Fedra integran, entre otros, la lista de personajes que se reconfiguran desde su marginalidad nosológica. Ello tiene lugar en el drama no solo mediante el despliegue de un vocabulario y un imaginario específico, que reafirma con recurrencia la peste y otras formas morbosas idiosincrásicas del héroe como la manía, sino incluso al dotar de entidad corpórea a los monstruos que personifican el estado patológico (e.g. las Erinias en Euménides, Lisa en Heracles).3 La experiencia trágica se constituye precisamente a partir de la combinación de los efectos del lenguaje y del espectáculo, de la tensión y la secuencia con la que uno y otro se conjugan, de la conflación de sentidos que proponen. Invención particular y propia de su momento histórico, la tragedia acusa de este modo la centralidad del cuerpo, a la par que materializa también la dificultad de representar dichos cuerpos en el dolor o la muerte, al conferirles en los momentos de mayor impacto dramático el estatus de objeto (objeto de narración de los hechos acontecidos / objeto de exhibición de los actos consumados), y desplazar entonces el foco, en el proceso de recepción, desde el cuerpo propiamente dicho hacia la emocionalidad que se deriva de la visión de los cuerpos en escena. La mostración de los cadáveres que se produce siempre a posteriori en el espacio teatral, a través de un dispositivo mecánico característico como el ekkýklema, sirve de hecho al refuerzo de esta idea, al otorgar prominencia y dar protagonismo a la presencia material del cuerpo como principal objeto destinatario de la mirada.
El cuerpo de la tragedia es, entonces, un cuerpo particular, cautivo – en su forma sufriente y en su muerte – de un género de carácter convencional que requiere primariamente del registro lingüístico cuando procura llamar la atención y “poner ante los ojos” el padecimiento.4 En la tragedia, “poner ante los ojos” (πρὸ ὀμμάτων) – una condición que Aristóteles considera esencial en relación con emociones como la compasión (Rh. 1386a 34-5) – se vincula con la necesidad de reafirmar el peso temporal de lo inminente (συνεγγύς), y clausurar, al mismo tiempo, la visión de lo deinós, que para el filósofo es incompatible con éleos (Rh. 1386a 22-4). De tal modo, las emociones que suscita el drama se muestran siempre en forzada asincronía e inmediatez con los hechos, que derivan su impacto y efectividad de esta condición (cf. Rh. 1386a 34-5). En efecto, cualesquiera sean los fundamentos o explicaciones, el teatro antiguo, como dijimos, impone constricciones a las formas de representación, como la negación de la violencia visual en escena (que afecta la mostración del cuerpo en el acto mismo de muerte, incluyendo el suicidio), o el impedimento de acciones concretas sobre él, como la intensificación del dolor físico.5 De ello se infiere que, mientras la visión es en el théatron el primer y principal medio perceptivo, la visión del sufrimiento es más frecuentemente triangulada en dicho espacio a través del relato, de las percepciones y las emociones que exponen los mensajeros o los personajes que han sido testigos, cuando cuentan lo que ha sucedido.
Algunos otros aspectos relativos al cuerpo y la corporeidad adquieren carácter axiomático en la tragedia antigua. Puesto que se trata de un género que transparenta, en términos sociales, una fuerte codificación de los roles genéricos, la tragedia opone el mundo masculino al femenino y oculta así notoriamente el lugar de la mujer, su dimensión material en el dolor, la enfermedad y la muerte, aun cuando, paradójicamente, es a ella a quien el mismo sistema sociocultural de la Antigüedad le otorga centralidad en tales procesos. En efecto, los cuerpos cuyo sufrimiento, dolor o enfermedad se “muestran” en el drama (si se excluye a personajes como Fedra, al que me he de referir aquí, por hallarlo emblemático) son predominantemente masculinos: Prometeo en Esquilo; Orestes en Esquilo y en Eurípides; Heracles en Sófocles y en Eurípides; Edipo y Filoctetes en Sófocles o Penteo en Eurípides se construyen en su protagonismo sufriente, en la fuerza extrema de su páthos. No sucede lo mismo con las heroínas. En relación con el sufrimiento y la muerte, la corporeidad femenina en el drama tiende a ser más distante o velada, y aunque puedan señalarse algunos pocos contraejemplos dentro del exiguo corpus completo que nos ha llegado, debemos admitir que la tragedia privilegia el dolor del héroe, volviendo a menudo el dolor femenino más privado y doméstico en su carácter físico.6 Esa distancia no impide que, en la representación de la enfermedad, el teatro, fiel a su esencia y a su finalidad, despliegue, sin embargo, una profusión de emociones inextricablemente conectadas, buscando potenciar de este modo la dimensión interactiva de los páthe, que se deriva tanto de su naturaleza “crítica” (las emociones suponen siempre una reacción a la conducta de otros, cf. Aristóteles, Ar. Rh. 2.1 1378a 20-3), como de su componente conativo, que es el que impulsa las decisiones de los personajes, y motoriza las más violentas acciones y los más horrorosos crímenes. La evidencia de la corporeidad trágica emerge precisamente, como dijimos y como se verá, de la dinámica de estas emociones.
Hipólito
Las consideraciones precedentes sirven de preludio al momento de adentrarnos en Hipólito (428 a. C.), drama en el que Eurípides consigue un tratamiento singular de los cuerpos al volver a representar la desdichada historia de Fedra e Hipólito. Recordaremos aquí que la trama de la obra – basada en un mito propiamente trágico – retoma el conocido motivo de Putifar, ampliamente utilizado por el poeta; dicho motivo otorga al cuerpo femenino, en tanto objeto de transgresión (la transgresión del adulterio y la inculpación de violación que le sigue, que constituyen los núcleos del mito), un lugar central.7 Esta relevancia del cuerpo y de la corporeidad (o del cuerpo en su aspecto social) resulta tanto más significativa si tenemos en cuenta que estamos, en este caso particular, frente a una suerte de “palinodia”, una nueva versión de la misma historia representada por el propio poeta casi con certeza poco tiempo antes.8
En sintonía con las versiones precedentes, Hipólito expone los efectos y tormentos del éros deinós que experimenta la esposa de Teseo, la mujer cretense hija de Pasífae, quien de acuerdo con los planes de Afrodita se ha enamorado de su hijastro.9 La violencia del deseo y de la resistencia contra el deseo se expresan en ella como nósos. Y aunque en cualquiera de las otras versiones trágicas el conflicto gira igualmente en torno a la fuerza irrefrenable de una pasión sentida como enfermedad (cf: νόσος θεήλατος, S. fr. 680 R; νοσοῦσ(ι), E. fr. 428 K), la significatividad del imaginario nosológico se reafirma de modo contundente en la versión conservada, en la que ya la primera aparición de Fedra es en su lecho, al cuidado de su nodriza y manifiestamente afectada por su mal (v. 170-5).10 Incluso antes de mostrarse, el cuerpo enfermo de Fedra en Hipólito se instala temáticamente en el centro de la párodos (v. 131-41), como objeto de la preocupación del Coro, desconcertado por los rumores que le han llegado sobre la condición de su reina.11
Enfermedad y emocionalidad se conjugan en el drama bajo la forma extrema y emblemática de la locura erótica, lo que permite a Eurípides desplegar su interés por la mostración del dolor femenino. Su indagación es singularmente novedosa si se considera que la dolencia de Fedra adquiere características mucho más descriptivas que la del propio Hipólito, cuya primera presentación, contrariamente a la de la reina, lo muestra en la plenitud de su juventud, consagrado a su pasión por la caza (v. 51 ss.), y cuyo padecimiento y muerte, aunque también son representados en la tragedia, lo son de una forma mucho más concentrada. Así, si se prescinde del anuncio divino en el prólogo, a la enfermedad de Fedra se consagra casi un tercio de la pieza, lo que incluye la párodos y el extenso primer episodio (v. 121-524), mientras que a la agonía de Hipólito apenas se destinan algo más de cien versos en la escena final del éxodo (v. 1342-466). Por otra parte, mientras los cuerpos muertos que se despliegan en escena corresponden usualmente en la tragedia a hombres, y el suicidio femenino por lo general queda confinado únicamente al relato, en Hipólito ambos cadáveres resultan expuestos. No solo el hijo de Teseo muere a la vista de todos; también el cuerpo sin vida de Fedra se exhibe al momento de mostrar la tablilla inculpatoria. Su carácter social se reafirma mediante este objeto, al ser dotado así de una “voz” que prolonga los límites de su corporeidad de una manera que resulta extraordinaria a la vez que impropiamente femenina.12
Esta duplicación de la agonía y la muerte bien puede integrarse a las reconocidas simetrías estructurales y de caracterización de los personajes en la obra.13 Aun así, varios otros elementos le confieren su singular valor. En primera instancia, señalamos que ya desde la escena inicial se fortalece en Hipólito la consonancia de un amor deinós (ἔρωτι δεινῷ, v. 28) que se manifiesta en Fedra como una nósos deinós (οὐχ ὁσίων ἐρώτων δεινᾷ […] νόσῳ, v. 764-6).14 Ello da espacio a un léxico del sufrimiento, rico en su corporalidad y polisemia y centrado en principio en la reina cretense y en mostrar las especificidades físicas de su estado.15 Este léxico trasunta no solo el modo en que la pasión adúltera sobreviene en ella con una violencia irresistible, sino la forma en que, determinada a la contienda contra su mal, Fedra (el cuerpo de Fedra) se configura como objeto y sujeto al mismo tiempo: objeto de la mirada y la examinación del Coro y la nodriza; sujeto sufriente que estalla en continuas exclamaciones de dolor (e.g. v. 208, 242, 311, 344, 569). Consecuentemente, acompañando el sufrimiento femenino que causa éros, en el desarrollo del drama se despliega un amplio rango de páthe (aidós, phóbos, orgé), emociones que el mismo Hipólito – decidido a mantener su pureza sexual – contribuye a movilizar y poner en relación. Estas emociones colaboran en la apropiación reincidente por parte de los protagonistas de términos como aidós, aischýno y sophrosýne, y sirven ante todo para exponer la internalización de normas culturales en relación con el comportamiento femenino. Como reflexiona la propia Fedra en su discurso a las mujeres de Trecén (v. 403-26), estas normas revelan el peso simbólico del que son portadoras las mujeres casadas en relación con la identidad del oîkos cuando experimentan, como la reina cretense, una pasión aischrá.16 La inextricable conexión con que operan las emociones en Hipólito en medio de la tensión social entre el éros y las repercusiones sociales de ese éros, permite entender que el aidós femenino se manifieste en Fedra de modo consciente al mismo tiempo como deseo y temor: el deseo de preservar su éukleia, aunque esto pueda implicar eventualmente el costo de una vida (cf. v. 721), y el temor de perderla, si Hipólito llena la tierra con las denuncias sobre su género, una vez revelado su secreto (v. 616-68; cf. 689-90). Impedido de defenderse de los requerimientos de este aidós (por el juramento previo prestado a la nodriza) y condenado por su propia sophrosýne (cf. v. 1034-5), Hipólito deviene, en oposición, su víctima, el destinatario directo de la consecuente ira vindicativa de su padre, que nace de la violencia que el cadáver de Fedra delata. La naturaleza del éros femenino activa, pues, una red emocional cuyo despliegue nace del cuerpo enfermo de Fedra para volver a hacer foco en él, tras su suicidio.
Respecto del vocabulario específico, las referencias al cuerpo o a sus partes en la obra son importantes en número y variedad; respondiendo a las simetrías señaladas, acompañan y configuran tanto la presentación del daño físico como los estragos del tormento emocional de uno y otro protagonista. Entre los términos genéricos destacan σῶμα (v. 251, 356, 1009, 1353) y δέμας (v. 131, 138, 175, 198, 204, 274, 1003, 1222, 1291, 1392, 1418, 1445), y entre los específicos referidos al cadáver (i.e. al cuerpo en su condición más pura de objeto) hallamos νεκρός (v. 789, 906, 972, 1410), y los más inusuales νέκυς (v. 786) y φθιτός (v. 1437).17 Démas es el espacio en que se materializa la potestad de la cólera de la diosa Afrodita (cf. v. 1398), y su ostensiva presencia en Hipólito impide considerarlo tan solo “little more than an elegant substitute for the reflexive pronom”.18 La significatividad del término, y de su quasi equivalente sinonímico sôma, reside en la exacta correspondencia con que se distribuyen en la pieza para referir en primer lugar a Fedra (v. 131, 138, 175, 198, 204, 274), y luego a Hipólito (v. 1003, 1222, 1291, 1392, 1418, 1445). Esta distribución equitativa, si bien está al servicio de evidenciar las simetrías de caracteres, cumple también algunas otras funciones. Por un lado, convalida la forma en que el éros trágico opera como una fuerza catalizadora de crisis, que anula las diferencias de género entre Fedra e Hipólito con su potencia destructora.19 Por otro, y este es el aspecto que queremos destacar, reafirma una corporalidad femenina que, lejos de ocultarse, se despliega en toda la magnitud indescifrable de su dolor.
En otra instancia, importa señalar algunas singularidades de la presentación del cuerpo femenino sufriente. Cuando Fedra irrumpe desde el interior del palacio, al comienzo de la obra, su presencia revela un estado de inquietud y disgusto permanente que pone a la vista una pena secreta (κρύπτει γὰρ ἥδε πῆμα κοὔ φησιν νοσεῖν, v. 279). Aunque ello fortalece la idea de un sufrimiento que debe ocultarse (cf. κρύψον, v. 243; κρύπτει, v. 245), la aparición inusitada de Fedra en el lecho logra, por el contrario, reafirmar el foco visual sobre el cuerpo de la esposa, un cuerpo que se muestra agobiado por la enfermedad (τειρομέναν, v. 131).20 Los bordes y partes de este cuerpo se examinan en detalle a partir de lo que el Coro percibe, de lo que Fedra misma experimenta y lo que la nodriza procura interpretar, haciendo que la configuración oscile, como ya dijimos, entre la condición de objeto evaluado y sujeto de dolor.21 Se trata, como notan de inmediato las mujeres, de un cuerpo devastado (vv. 174-5), cuya superficie visible se ha vuelto extraña (ἀλλόχροον, v. 175); un cuerpo debilitado en extremo, en donde la conformación general falla (v. 183). Fedra describe su impotencia, mostrando que no puede ya con él:
ΦΑΙΔΡΑ
αἴρετέ μου δέμας, ὀρθοῦτε κάρα·
λέλυμαι μελέων σύνδεσμα φίλων.
λάβετ’ εὐπήχεις χεῖρας, πρόπολοι.
Βαρύ μοι κεφαλῆς ἐπίκρανον ἔχειν·
ἄφελ’, ἀμπέτασον βόστρυχον ὤμοις.
Levanten mi cuerpo, enderecen mi cabeza. Se ha desatado la ligadura de mis miembros. Tomen mis bellas manos, servidoras. Me resulta pesado el velo en mi cabeza. Quítamelo. ¡Que vuelen mis rizos sobre mis hombros!
Fuente: (v. 198-202)
Este cuerpo, como el de Hipólito, tiene pretensiones de pureza (δέμας ἁγνόν, v. 138; cf. v. 1003).22 Sin embargo, los signos de la enfermedad que muestra son poco claros y habilitan la confusión sintomática del mal y de la lucha contra ese mal, a partir de la determinación de la esposa de morir como forma de derrotar su pasión y resguardar así su reputación (v. 400-2).
Sobre las diferencias se imponen por el contrario las obvias simetrías que guarda la presentación de la reina desfalleciente con la entrada de Hipólito en agonía: una y otro exhiben un cuerpo maltrecho (F: δέμας δεδήληται, v. 174-5; H: σάρκας νεαρὰς καὶ ζανθόν τε κάρα διελυμανθείς, v. 1343-4), con la piel dañada (F: ἀλλόχροον, v. 175; H. χροὸς ἑλκώδους, v. 1359) y los miembros desarticulados (F: λέλυμαι μελέων σύνδεσμα φίλων, v. 199; H: θραύων τε σάρκας, v. 1239). Uno y otro reclaman una posición más confortable para su padecimiento, y necesitan ser asistidos en busca del alivio de sus males (F: v. 198-202; H: v. 1358-9, 1372); uno y otro han perdido su forma erguida, las cabezas requieren ser enderezadas, y ese es el punto en que se acrecienta especialmente el dolor (F: v. 173; H: v. 1351). Por un lado, hallamos en la caracterización común de estos cuerpos que el lenguaje físico que los describe combina expresiones más generales y otras más viscerales o clínicas (F: πρὸς ἄκρον μυελὸν ψυχῆς, v. 255; H: κατὰ δ ἐγκέφαλον πηδᾷ σφάκελος, v. 1351-2).23 Por otro, el uso de sinécdoques, la profusión y el sincretismo de las imágenes contribuyen a reforzar un padecimiento que es también común; así, la intensidad y agudeza de los dolores recurrentes se traducen para Fedra e Hipólito en el uso de similares interjecciones y exclamaciones (F: ἀῖ ἀῖ, v. 208, φεῦ φεῦ τλήμων, v. 242, οἴμοι, v. 311, φεῦ, v. 344, ἰὤ μοι, αἰαῖ, v. 569; H: αἰαῖ αἰαῖ, v. 1347, ἒ ἔ, v. 1354, φεῦ φεῦ, 1358, αἰαῖ αἰαῖ, 1370, ἰώ μοί μοι, 1384); asimismo en un lenguaje compartido que evoca los sufrimientos del parto (F: ὀδύνη, v. 188, 247, 258; H: v. 1351, 1371[2], 1375).24 Ambos desean alcanzar la muerte (F: v. 248-49, 400-401; H: Θάνατος Παιάν, v. 1373), que consideran una forma de salvación a efectos de liberarse finalmente del dolor de la agonía (F: v. 725; H: v. 1385). Otro elemento significativo de este compartido dolor es la remisión a las manos que “han alimentado” la propia muerte (F: θανοῦσ’ […] σᾶς χερὸς πάλαισμα μελέας, v. 814-15; H: ὦ στυγνὸν ὄχημ’ ἵππειον, ἐμῆς / βόσκημα χερός, v. 1355-56), con referencia al suicidio en un caso, y al carro que ha causado la muerte, en el otro.
A la singular presentación – lingüística y espectacular – del cuerpo de Fedra en sufrimiento se sobrepone su mostración sin vida tras la muerte, punto sobre el cual se imponen también algunos señalamientos. Conviene en principio recordar, evocando la condición de palinodia de la obra, que la muerte del hijo de Teseo y el suicidio de Fedra – bien que no sus razones y su lugar en la sucesión de hechos – constituían elementos comunes a las distintas versiones dramáticas. Sin embargo, un aspecto sobre el que no se ha llamado suficientemente la atención es que la muerte de Fedra, en la versión conservada (y a diferencia de las precedentes), se anticipa a la muerte de Hipólito. Ello coloca al suicidio femenino en el lugar de la causa (y no la consecuencia) de la muerte del hijo de Teseo.25 En efecto, esta simple alteración en la concatenación de los acontecimientos contribuye a fortalecer nuevas simetrías. Por un lado, la que surge de la sucesión de las muertes de Fedra e Hipólito, recreadas ambas en primera instancia en el relato de sus fieles servidores (la nodriza / el esclavo mozo de cuadra); por otro, la exhibición consecutiva de ambos cuerpos muertos en escena, un hecho que resulta más novedoso aún por su carácter inusitado.26 La reprogramación del suicidio en la secuencia dramática contribuye así, en efecto, a afianzar el sentido de la corporeidad femenina, y a fortalecer su valor disruptivo en la obra.
En efecto, mientras muchos de los aspectos que hemos señalado han sido puestos de relieve, suele pasarse en cambio por alto la importancia y el peso de la permanencia de Fedra en escena, así como su presencia en la segunda parte de la pieza. Desde su aparición inicial, ella continua a la vista de las mujeres, que han sido testigos de su sufrimiento, y sale recién en el v. 732, tras preanunciar su muerte, solo para regresar unos pocos versos después sobre el ekkýklema, presentándose como nueva y “amarga visión” (πικρὰν θέαν, v. 810). Precisamente, un rasgo singular de la estructura compositiva de Hipólito, cuya diferenciación con la versión euripidea precedente es posible señalar con certeza (cf. E. fr. 436 K), es que la incomunicación emocional entre Fedra y el hijo de Teseo se traduce en la estructura de la obra en la ausencia completa de diálogo entre los protagonistas. Ningún encuentro o confrontación hay entre ellos, a diferencia de lo que muy probablemente sucedería en la primera de las tragedias que presentó Eurípides.27 El mundo femenino y el masculino aparecen claramente divorciados en Hipólito, puestos en contacto solo ocasional y fatalmente por la nodriza, que es la única que cruza las fronteras entre uno y otro al pretender mediar por su señora ante el hijo de Teseo. Esta incomunicación lingüística, que traduce a su vez la incomunicación emocional, resulta todavía más marcada si tenemos en cuenta que ambos protagonistas coinciden no una sino dos veces en escena. La primera vez tiene lugar cuando Fedra escucha la diatriba que Hipólito, indignado, pronuncia contra las mujeres; en este punto, la reina cretense, cuya decisión inicial de morir precede a esta revelación (cf. v. 400-2), temiendo quedar expuesta ante Teseo y por salvar el buen nombre de su familia, ratifica su determinación suicida (v. 599), esperando que Hipólito comparta su mal (v. 682-731).28 El segundo encuentro tiene lugar tras la llegada de Teseo, una vez consumado el suicidio, cuando el esposo pide que se abran las puertas del palacio, y el ekkýklema expone el cadáver de Fedra (v. 808-10).29 La relevancia de la escena no ha sido suficientemente puesta de relieve por la crítica, como bien señala Mueller (2020). Por segunda vez, entonces, Fedra reingresa en silencio, aunque su cadáver, que permanece largamente como evidencia, habla a través de la tablilla que contiene la falsa incriminación de violación en contra de su hijastro. La elocuencia que adquiere el cuerpo a través de este recurso lo expone una vez más como fuente de contradicciones y conflictos en relación con el míasma que oculta en su interior.30 La falta de detalle textual sobre la remoción del cadáver de Fedra en las escenas siguientes, aunque pueda admitirse como condición de un teatro cautivo de su único registro textual, habilita a conjeturar la prolongada presencia de la reina. Tal presencia tiene carácter certero y reincidentemente subrayado durante el agón entre padre e hijo (cf. v. 905-6, 945, 958, 971-2, 1023); pero nada excluye a priori que pueda pensarse su permanencia incluso en el momento en que Hipólito arriba a escena en agonía.31
Acerca del cadáver, merece señalarse que el cuerpo sin vida de Fedra pierde por completo su identidad en el nombre con el cambio de estatuto ontológico; convertido en puro espectáculo, deviene desde el ekkýklema “the powerful visual stage property of the entire scene” (Halleran, 1995, v. 1101, ad loc.).32 Un punto a destacar es que el cuerpo de Fedra, devenido objeto, multiplica sus valencias. Así, sirve desde un comienzo como materialización de la pena de Teseo, testimonio de su desgracia y amargo espectáculo para la casa real (v. 809 ss, 856 ss); pero, además, es la prueba objetiva que condena a Hipólito a los ojos de su padre, un cuerpo que, siendo atestiguado, se convierte, a su vez, en incontrastable testigo (νεκροῦ παρόντος μάρτυρος σαφεστάτου, v. 972). Su poder de desencadenar e imponer penas como la maldición y el exilio radica en el valor de la falta que confirma en medio de un contexto quasi forense entre padre e hijo; a ello se añade su larga permanencia en la escena. Si además se admitiera, como resulta plausible, su continuidad incluso durante la escena del éxodo, ello significaría que el encuentro de la reina e Hipólito se prolonga tras la reentrada de este último moribundo y alcanza, quizás incluso, su muerte. Aun prescindiendo de esta audaz conjetura, la demorada coincidencia de ambos cuerpos en el espacio escénico confirma que no solo el dolor femenino sino la muerte han acabado por volverse para Fedra menos privados en su “fisicalidad”.
Así, pues, de una manera absolutamente novedosa, configurando el cuerpo de Fedra como objeto y asegurando la centralidad de este foco, Eurípides se atrevió en Hipólito a indagar en el dolor femenino y profundizar con ello, de un modo claramente disruptivo, algunos de los aspectos de la representación del sufrimiento y la muerte. Su interés en conceder protagonismo en el espacio teatral a la presencia material del cuerpo de Fedra como principal objeto destinatario de la mirada se consolida a la luz de la intertextualidad con la versión precedente del drama. Ello, al menos en los puntos en que hay mayores certezas: un posible encuentro entre Hipólito y Fedra, y el lugar del suicidio femenino en la sucesión de los hechos dramáticos. Como objeto capaz de transformarse y transformar el espacio de la tragedia, el cuerpo de Fedra exhibe en la segunda versión euripidea un marcado carácter social, expuesto a la mirada pública, como el de Hipólito, en la agonía y en la muerte. Y finalmente, sellando una unión entre ambos protagonistas que el drama elude, pero que el ritual conmemorativo instituido por Ártemis acabará por perpetuar.
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Notas